Todos tenemos un padre y en él, una relación compleja, profunda y trascendente que muchas veces nos supera. Puede mejor decirse que se nos imponen sus espacios y formas. Incluso el padre desconocido es determinante; su ausencia marca pautas, vacíos y rencores difíciles de superar. El mío, por ejemplo, ya murió. Lo hizo sin querer, pero su tiempo moldea aun mis esferas.
La condescendencia frente al presente que no comprende y la intolerancia ante su propia identidad, es la costumbre ante el padre. De complicidades y ancestros compartidos se nutre el vínculo que con frecuencia desborda en enfrentamientos generacionales; siempre hay una evocación a una época más auténtica. Como dijo el poeta Jorge Manrique en las Coplas a la muerte de su padre: "cómo a nuestro parecer cualquier tiempo pasado fue mejor".
En la obra La desobediencia a Marte Juan Villoro retrata con profundidad insuperable el lazo humano entre el padre y el hijo. En el primer plano nos muestra el temperamento conflictivo, narcisista y vicioso de Tycho Brahe. Un viejo astrónomo experimental, obsesionado con sus descubrimientos y su trascendencia. Decrépito y sin nariz, invita a su palacio al joven, sucio y enfermizo Johannes Kepler, otro astrónomo, experto excepcional en física astral. Su trato es de recíproca utilidad, pero la necesidad trastorna los vínculos. Hay un recelo íntimo y un rechazo decidido por el otro y sus costumbres.
Como hijos solemos olvidar la humanidad de nuestros padres; sus sueños, ilusiones y aspiraciones.
En una obra dentro de otra, la trama se desdobla y los actores que interpretan a los astrónomos surgen en el escenario, en personajes vitales y contradichos. Dos personalidades que se unen en el mismo intérprete. Uno, actor experimentado y decadente; el otro, joven virtuoso y en ascenso. En el ir y venir de los diálogos se inserta la definición precisa de sus vidas y un pasado en suspenso. Brotan memorias compartidas y amores superpuestos en la astucia del escritor y en la interpretación.
Es en el transcurso de las conversaciones trascendentes dentro de la obra cuando los personajes confrontan su destino. A la cuestión de ser o no ser que tanto afligió a Hamlet y abandonó al Rey Lear en el tormento bajo la lluvia. La intención y devoción del hijo por el padre y del padre por el hijo. Sin mirarse, se unen en la vocación irracional. El hijo puede ser el padre y a la inversa; son reflejos atemporales de sí. Y en la esencia vaporosa entre los dos, el conflicto constante, la falta de entendimiento. Marte, el dios de la guerra, es preludio de su comprensión filial y también el planeta incomprendido.
En su órbita ignorada, el hijo y Marte desobedecen la lógica de la simpleza. Todo es un misterio que no acierta, en la correspondencia del hijo con el padre que en su existencia natural, se desarrolla en batallas caprichosas. Como dos actores en escena o dos astrónomos que compiten por aplausos. Son el príncipe que enfrenta a su destino y el rey que lo ha desamparado. Así somos todos, hijos de padres que, sin conocer el futuro, intuimos el presente en los nexos que no entendemos. En la certeza de la física astronómica y el misterio de la sangre, el hijo es el espejo del padre.
Como hijos solemos olvidar la humanidad de nuestros padres; sus sueños, ilusiones y aspiraciones. Los vemos tal cual, transparentes en su papel de progenitores sin otra medida que nosotros mismos. Usualmente no es sino con el paso del tiempo o hasta que su ausencia se nos presenta, que apreciamos de fondo y con honestidad la conversación desinteresada y la angustia por el final de su propia vida. En esa relación en ocasiones aturdida vemos en su mirada incierta la preocupación por dos destinos, el suyo y el del hijo. Porque en su convicción, cualquier tiempo pasado fue mejor.
Villoro es sin duda alguna, uno de los grandes referentes intelectuales de México. En este caso, da testimonio que la humanidad es preludio y condición de la ciencia, la literatura y de todo. Nada más humano que tener un padre y nada más enredado que serlo.
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