En la única fotografía que se conserva de la Conferencia de Solvay en 1927, se distingue a la célebre Marie Curie en medio de una multitud de importantes científicos como Niels Bohr, Albert Einstein o Erwin Schrödinger. Curie tiene una expresión seria y su imagen parece desaparecer en medio de la multitud que le rodea. La icónica imagen no solo muestra el panorama científico de su época, sino que además recoge lo que por décadas ha sido una constante en el mundo de las ciencias a escala global: la escasísima representación femenina en el ámbito científico.
Pero más allá de eso, se trata de un símbolo de uno de los fenómenos más recurrentes al que debe enfrentarse la mujer en nuestra época: el techo de cristal.
El llamado fenómeno del techo de cristal hace referencia al número de personas que hay en determinados ámbitos sociales y culturales en función al género pero, sobre todo, a las diferencias que existen sobre los beneficios y oportunidades que reciben hombres y mujeres. De hecho, la percepción sobre este tipo de diferencias es uno de los intereses básicos del feminismo, pero sobre uno de los más complejos de identificar y debatir. ¿El motivo? Quizás el hecho que la circunstancia no solo parezca formar parte de una visión casi normalizada sobre la exclusión sino, además, la mayoría de las mujeres parecen incapaces de admitir que se enfrentan a un límite cultural con el que debían luchar.
Se trata de una perspectiva a la que me enfrento con frecuencia. En una ocasión, una amiga me insistió que ella disfrutaba de ser "mujer". Me lo comentó insistiendo en que para ella maquillarse y llevar ropa a la moda era parte de su identidad. Abogada, triunfadora y empleada de un prestigioso bufete, me dijo que la lucha "de la mujer por la mujer" era una reliquia cultural. Se burló un poco de lo que suele llamar "El feminismo de la hojilla perdida" (en referencia a las imágenes de mujeres con axilas velludas que suelen representar el feminismo puro y duro) y que ella desde luego, se consideraba mucho más "que una mera lucha de extremos".
A la mujer no se le suele enseñar que quejarse y reclamar está bien.
—No entiendo por qué molesta tanto que disfrute de mi feminidad, que sea crea que un poco de vanidad no está reñida con mi percepción sobre mi capacidades — me insistió.
— Nadie dice que lo esté, o al menos yo no lo creo. Lo que sí me pregunto es cómo manejas el hecho que, debido a esa feminidad, te menosprecien.
— No lo hacen. Me admiran.
— Y es maravilloso que te admiren. Nos admiren. Pero lo que sí resulta preocupante es que esa cualidad estética que tanto celebras sea un motivo para limitarte o restringirte.
— Eso no me ha ocurrido nunca.
— ¿Estás segura?
— Por supuesto.
— ¿Cuál es tu sueldo en el bufete donde trabajas?
Mi amiga sacudió la cabeza, con una sonrisa socarrona. Sabía a que me refería. Durante años se había quejado una y otra vez de que, a pesar de su impecable trabajo, de su dedicación y sobre todo, de trabajar el triple que cualquier otro compañero de trabajo, seguía teniendo un salario porcentualmente menor a cualquiera de ellos. Cuando le pregunté cómo le hacía sentir la sutil pero evidente discriminación, se echó a reír.
—No se trata de machismo, se trata que aún no tengo un cargo de responsabilidad para demostrar mi capacidad — me insistió — cuando ocurra, se notará la diferencia.
Pensé mucho en esa frase, preguntándome cuántas mujeres deben usarla para disculpar esa limitación laboral que muchas veces sufren y que es tan común en nuestro continente. Porque a la mujer no se le suele enseñar que quejarse y reclamar está bien. Que está bien reclamar en voz alta que te consideras menospreciada y limitada por el hecho de tu sexo. Que está bien verse hermosa y a la moda, pero que no es necesario y obligatorio que lo hagas. Que está bien quejarse que no obtengas el salario que merezcas. Que está bien negarte a ser encasillada y estereotipada. Que está bien no aceptar que se te mire desde la perspectiva de la mujer objeto.
Pienso en esas cosas mientras comparto un café con mi amiga. Hace ya casi un año renunció al bufete donde trabajaba. Lo hizo, luego de continuar insistiendo en lograr un salario justo — que jamás obtuvo — o de obtener beneficios profesionales que parecieron siempre encontrarse muy cuesta arriba. Una idea que la atormentó y lastimó hasta que finalmente asumió que debía exigir lo que consideraba justo. Algo que había evitado todo lo que pudo, para no poner en riesgo lo que llamo "sus perspectivas profesionales".
—Pero cuando finalmente lo hice, descubrí que en el bufete mi perspectiva profesional tenía mucho que ver con que jamás pertenecería al grupo de "los muchachos" — me explicó — que a pesar de cualquier intento mío por simplemente demostrar que mi capacidad era suficiente, siempre estaría por debajo de las expectativas con respecto a mi desempeño.
Silencio. No supe qué responder. No supe cómo consolar esa angustia que percibí en sus palabras o de qué forma expresar mi propio miedo hacia lo que me contaba. Mi amiga sacudió la cabeza, como si pudiera percibir mi confusión.
—No se trata de nada que tenga que ver conmigo. Y eso es lo más doloroso y humillante. Que en algún punto comprendí que nunca sería lo suficientemente buena solo por ser quien soy.
Silencio otra vez. Más tarde, me pregunté cuántas veces las mujeres nos miramos desde esa limitada idea de la identidad, de ese descubrimiento que bajo ciertos parámetros sigue existiendo un menosprecio tan sutil que pocas veces reparamos en él. O del hecho que nuestra concepción del mundo parece limitada por ciertas visiones sobre el deber ser de la identidad y quienes somos. ¿Hasta dónde somos capaces de luchar contra eso? La pregunta continúa en el tintero, como tantas otras, sin respuesta y, por ahora, sin mayor resolución.
*Este contenido representa la opinión del autor y no necesariamente la de HuffPost México.
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