
Hay muchos motivos por los que decidí tener un hijo más tarde que la mayoría de mis amigos. En gran parte tuvo que ver con que me encantan la soledad, la independencia y la libertad. Siempre me han gustado los niños, eso lo tengo claro. Pero sabía que cuando tuviera un niño no habría vuelta atrás. Sabía que a mi hijo le daría todo de mí, y ese pensamiento era aterrador.
Cuando por fin tuve a mi hija, perdí todas esas cosas que me temía y algunas más. Fue aterrador.
Perdí mi cuerpo. Mi rutina de ejercicio se fue a la basura en cuanto di a luz. El parto arrasó mi cuerpo. Me sentía físicamente exprimida y exhausta todos y cada uno de los días. Lo mismo pasó con mi dieta sana. Gané peso. Estaba fuera de forma. Necesité tres o cuatro años para recuperar el equilibrio.
Perdí mi descanso. Entre estar despierta toda la noche, el caos de aprender a dar el pecho, el fracasar dando el pecho (puedes leer mi historia aquí, en inglés) y además cuidar al hijo de mi pareja por el día, me convertí en una mamá zombi sobre la que la gente bromea.
Perdí mi soledad. Casi colapsé ante la presión de ser una fuente humana de comida, servicio de taxi, enfermera, limpiadora, cocinera, compañera de juegos, madre, madrastra y esposa. No tenía tiempo para mí misma. Nunca.
Perdí mi estilo. Hubo una época en la que llevaba vestiditos modernos y jeans monos con una chamarra de cuero. Tras dar a luz todo eran pantalones de pijama, camisas XXL (robadas del armario de mi marido) y mallas elásticas de yoga. Si parecía medio decente y cómodo... ok.
Mi historia no es única y ni siquiera difícil comparada con la de otras tantas mujeres alrededor del mundo. Pero ahí está. En mi mundo, perdí las comodidades de mi antiguo estilo de vida. Y lloré su pérdida.
Luego está la otra cara de la moneda. A medida que pasaron los años, me di cuenta de que realmente había ganado cosas que reemplazaron esas pérdidas. Hubo cosas importantes que quizá no habría aprendido nunca.
Gané en generosidad. Mi estilo de vida despreocupado dio paso a un nuevo capítulo en la historia de mi vida. No había espacio para el egoísmo. La vida ya no podía limitarse a mí. Aprendí a dar, a hacer sacrificios, a dejar atrás partes de mí que no necesitaba. Mi hijo no tenía nada que ver con la persona que yo solía ser. Tuve que adaptarme, evolucionar y ceder.
Gané en responsabilidad. Tener el tesoro de la vida en tus manos y tratar de no romperlo es una experiencia que te pone el pelo de punta. Alimentar, vestir y acoger a un ser humano que no puede sobrevivir sin ti no es ninguna broma.
Todo carga sobre tus hombros. Todo es desastroso, aterrador, confuso, exasperante y, al final, reconfortante. Descubrí que lo que estaba haciendo era tratar de mantener a alguien con vida.
Gané en humildad. Aprendes a reírte de ti misma cuando vas por ahí con vómito en la camisa, caca en los dedos, leche en los pezones y vello en todo el cuerpo (sí, así es). Es desagradable ser madre. Pero qué puedes hacer sino dejar tu vanidad a un lado y aceptar el hecho de que ya no eres organizada, ya no eres perfecta y ya ni siquiera estás limpia.
Gané a alguien que me quiere solo por estar viva.Recibí más que una niña a la que llevé en el vientre durante nueve meses. Gané a una persona con ojos azules, brillantes y curiosos, pequeños hoyuelos cuando sonríe y una risa celestial que te derrite los oídos y el corazón.
Gané una compañía que mira todo lo que hago y escucha todo lo que digo. Soy su verdad absoluta. Soy tanto un lugar blandito donde caer como una guía de aprendizaje para no caerse.
Gané la maternidad. Y estoy agradecida por ello.
Este post fue publicado originalmente en el HuffPost Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Marina Velasco Serrano para El HuffPost.
*Este contenido representa la opinión del autor y no necesariamente la de HuffPost México
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