Procesar lo ocurrido quizá no haya sido fácil para nadie. Intentar entenderlo como un acto azaroso y un juego del destino deja demasiada incertidumbre, furia y frivolidad en el aire. Hemos visto lo mejor de nuestras sociedades y comunidades, y sin embargo la realidad se impone.
He sido testigo de actitudes frívolas y egocéntricas de quienes ayudaron solo para ser vistos y aplaudidos por los demás. Hemos respirado la superficialidad de aquellos cuyo motor es ser reconocidos y celebrados por las multitudes por su supuesta bondad y generosidad, las cuales se miden con número de likes en sus respectivas redes sociales virtuales.
He sido testigo de demasiada frivolidad y egolatría de aquellos que piensan que estar vivo es una demostración divina de mayor amor hacia su persona, sin darse cuenta que eso implicaría que los muertos no son tan amados por el destino. Pero me llama más la atención la actitud de aquellos que culpan a la naturaleza por los errores humanos y por los actos de irresponsabilidad que ciertas personas tomaron en el pasado: construir edificios sin los requerimientos necesarios, al amparo de autoridades que dejan ser y dejan pasar en una zona sísmica como la Ciudad de México no solo es un acto de irresponsabilidad, sino un acto de profunda avaricia y negligencia.
La sociedad de la que formo parte es esta: la de la generosidad y la de la negligencia, la de la honestidad y la corrupción, la abusiva y la impune, la que ayuda al otro y la que se aprovecha de la catástrofe de otros. Esta sociedad es parte de la solución, pero parte del problema.
Prefiero ver cómo formo parte de la solución que seguir siendo parte del problema.
La sociedad a la que pertenezco tiene un amor profundo por el México romántico, casi como si fuera un príncipe azul. Un país donde parece que los problemas no existen, donde lo más importante son los colores, la comida y las fotos dignas de postales y videos publicitarios que esconden el hambre, la pobreza, las desigualdades, la marginación, los desaparecidos, el narcotráfico y la violencia. El México romántico de madres y tías que limpian por encimita y esconden los problemas debajo de los tapetes... para que no las vean las suegras ni nadie, porque pareciera que el mayor de todos los problemas es que los demás se enteren de nuestros problemas por la vergüenza colectiva que hemos internalizado hasta el tuétano.
En ese México romántico de sociedades movilizadas ante la tragedia no tendría lugar una clase política que nos quiere donar nuestro propio dinero para resolver la catástrofe. En ese México romántico, no existirían el miedo, la tristeza, la furia ni la indignación. Y, sin embargo, qué maldita rabia. Qué infinita rabia se siente por momentos cuando la regla de oro de nuestro sistema político y social es y sigue siendo la permanente impunidad, la falta de consecuencias y el cinismo.
La salida fácil sería pensar que solo es culpa de las autoridades. Qué fácil que todo sea su culpa y que nosotros seamos incapaces de enfrentar y asumir nuestra propia responsabilidad en esta historia. Somos cómplices de este entramado institucional y echamos a andar la maquinaria todos los días con nuestros actos y actitudes cotidianos. Somos cómplices del otro México. Del México de la gente descortés y prepotente; de la gente que cree que tiene privilegios y merece ser atendida antes que cualquier otra persona en una fila solo porque se siente más importante; el México donde un perfecto desconocido decide apoderarse de tu calle, poniendo cubetas para apartarle el lugar a quienes pagan una cuota fija para estacionarse o para que no les rayen el carro; el México donde casi es tu culpa que te asalten porque "¿para qué andabas en esa zona?"; el México donde cruzo la calle con mis padres y mi perra y una moto y un carro nos avientan la lámina cuando ellos tienen el alto.
Algunos piensan y sienten que lo peor ya pasó. Yo sigo sintiendo que esto es solo el principio. Muchos dirán de inmediato –como ya me ha sucedido– que soy pesimista y que tengo una visión negativa de la vida. No pretendo defenderme de tales percepciones. Sean libres de creer lo que quieran. Si dejar de negar la realidad es ser pesimista, entonces soy un gran pesimista y me enorgullezco de serlo. Prefiero ver la realidad como es y como viene a seguir apegado a las postales de mi México romántico. Prefiero ver cómo formo parte de la solución que seguir siendo parte del problema, porque es más cómodo ser inconsciente y disfrutar de los privilegios de la impunidad y la corrupción.
Si este no fuera el caso, ¿por qué hay gente que va a los centros de acopio a "surtirse de mercancía" para revenderla? ¿por qué creen que pueden hacerlo así sin más cuando toda esa comida y productos son para la gente que lo perdió todo después del sismo? Porque pueden. Porque nunca hay consecuencias. Porque en el México no-romántico muchas veces solo importan las influencias y amedrentar a los demás.
Así sin más, podríamos seguir fingiendo que no se cayeron edificios, que no se murió nadie, que no hay miles sin casa y sin patrimonio de la noche a la mañana, que nadie es responsable. "La vida sigue". Y, sí, por supuesto que sigue, pero, ¿de qué serviría seguir la vida como está sin detenernos a pensar qué debemos cambiar y mejorar?
La vida no puede ser igual y no puede seguir igual. Por principio, deberíamos abandonar la idea complaciente y negligente de que la corrupción es un tema cultural que no tiene remedio. Lo tiene si pensamos en nuevos diseños institucionales y formas de hacer cumplir la ley. Lo tiene si cambiamos nuestros actos cotidianos y por primera vez nos ponemos en disposición de renunciar a los privilegios individuales que obtenemos de este estado de las cosas. Solo las acciones individuales conscientes y sistemáticas podrían tener algún día el efecto que muchos buscamos en la colectividad que es México.
*Este contenido representa la opinión del autor y no necesariamente la de HuffPost México.