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Estas son las razones por las que mi hija no ha muerto a manos de un feminicida

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Cientos de personas en Xalapa, Veracruz, marcharon la tarde del domingo 17 de septiembre exigiendo justicia por el asesinato de Mara Castilla.

A los 17 años mi papá ya era un sobreviviente del 68. Y dos de las cosas que demostró al salir vivo de la plaza de Tlatelolco fueron que era un tipo con suerte y que aprendió bien una de las cosas más elementales para un adolescente en los años 60: mantenerse vivo.

A pesar de las ideas marxistas de mi papá, no se salvaba de las actitudes machistas. Siempre fue un esclavo más del machismo, pero si tengo algo que agradecer es que me enseñó a cuidarme como si estuviera en una ciudad en guerra civil.

A los 13 años mi papá me enseñó a irme sola a la secundaria. Me enseñó a atravesar la avenida López Portillo en Coacalco, Estado de México, pero además (una cosa que me pareció extraña) me enseñó a mirar a todas partes. A no distraerme con los audífonos y me advirtió que, aunque hiciera frío, no me colocara el gorro de mi chamarra, porque me tapaba la visión periférica.

Papá me explicó muchas veces que en sus épocas los militares se vestían de civiles y andaban levantando a los jóvenes en las calles.

La verdad, a veces mi papá parecía paranoico, especialmente cuando me enseñó la técnica llamada "caminando como si fueras de aquí"

No camines rápido como si murieras de miedo me recalcaba—, y no camines despacio como si fueras una turista en la Alameda. Aprendí a cuidar el ritmo de mis pasos a manera de no llamar la atención de nadie.

Con el paso del tiempo, me fui dando cuenta de que aplicaba a mi vida diaria todas las cosas que papá me enseñó. Y hoy, estoy segura de que son la razón por la que sigo viva.

Estoy segura que seguir esas instrucciones fue lo que evitó que me convirtiera en víctima de una violación o de un feminicidio hace tres meses. Pues una noche cuando iba caminando hacia mi casa que se encuentra en una colonia popular de la Ciudad de México tuve la preparación suficiente para reaccionar de la mejor manera ante lo que pudo ser un secuestro.

—Camina despacio —me decía mi papá—, si ellos bajan la velocidad, tú también.

Me bajé del camión y caminaba hacia mi casa sobre la banqueta de la izquierda. Iba en el mismo sentido que los coches cuando pasó junto a mí un auto en el que iban cuatro tipos. Se asomaron a verme, yo sentí su mirada y los miré también. En cuanto me pasaron bajaron la velocidad y fue en ese momento, en el que una siente la adrenalina y el pánico agolparse en el estómago y en la cabeza, cuando en lugar de morir de miedo me serené y me acordé de mi papá.

Camina despacio me decía—, si ellos bajan la velocidad, tú también.

Papá me explicó muchas veces que en sus épocas los militares se vestían de civiles y andaban levantando a los jóvenes en las calles. Me dijo: "Camina despacio y espera que se distraigan para pasar a la otra acera y caminar en chinguiza y perderte entre la gente".

Caminé despacio y ellos optaron por estacionarse y esperarme. Los vi orillarse y no sabía si regresar. No había más gente en la calle, era muy noche y cuando estaba a punto de paralizarme de pánico los vi distraerse. Los cuatro estaban mirando a su izquierda, esperando que yo pasara junto a ellos, pues creían que no cambiaría de acera.

Me crucé la calle, corrí como nunca en mi vida, me metí entre las calles y los perdí.

Y para no hacer el cuento largo, sigo viva.

De repente me descubrí a mí misma enseñando a mi hija a sobrevivir en un mundo en el que saber cuidarte cuando sales a la calle es una cuestión de vida o muerte. Tácticas de guerra, como yo les llamo. Estrategias de supervivencia que sin darme cuenta le empecé a transmitir a ella, porque me da pánico cada vez que se va a la escuela, cada vez que tiene que regresar a casa, cuando sale a la tienda y cuando va a la papelería.

No sé si el hecho de que ella haga todo lo que le he enseñado la va a salvar de morir en manos de un feminicida. No lo sé y vivo con ese pánico cada día como millones de madres mexicanas.

La marcha en Xalapa la tarde del domingo 17 de septiembre para protestar por el asesinato de Mara Castilla. Ella era originaria de esta ciudad.

La semana pasada fue Mara, una joven que hizo todo lo que su madre le aconsejó para mantenerse segura. Ella lo hizo bien. Hizo lo que muchas hacemos esperando mantenernos vivas: salir de la fiesta y pedir un taxi "seguro" para llegar a casa. Pero seguir los consejos de su madre no funcionó y ahora está muerta.

Le digo a mi hija que camine a la mitad de la calle, por lugares iluminados, que se pegue a los grupos de personas, que si tiene que pasar cerca de un tipo lo mire a los ojos, que no le demuestre que tiene miedo. Que traiga una llave larga en las manos.

Que nunca se distraiga, que nunca se confíe, que nunca deje de dudar. Que no se ponga los malditos audífonos, que no se ponga el gorro de la chamarra (que le tapa la visión periférica), que esconda el celular.

Estamos en guerra, en lucha por nuestras vidas, en lucha porque dejen de asesinarnos, de tratarnos como una cosa que se usa, que se descuartiza, que se arroja envuelta en una sábana en donde les dé su chingada gana.

No puedo ocultarle esta realidad a mi hija, como tampoco puedo ir con ella a todas partes. Dios sabe que si pudiera no me separaría de ella, y sé que todas las madres en este país y todas las que me están leyendo me entienden.

Familiares y amigos de Mara Castilla se manifestaron al exterior de la sede de gobierno estatal en Puebla para exigir justicia tras el homicidio de esta estudiante. 16 de septiembre de 2017.

Entienden el pánico, el temblor en las piernas, la fuerza que se nos va, las ganas de desvanecerse que provoca una llamada no atendida. Porque ninguna de nosotras estamos listas para vivir una vida sin nuestras hijas, sin nuestras madres, sin nuestras hermanas, amigas, compañeras, primas, vecinas. ¡No estamos listas para perder a una más!

Ayer cuando entré al vagón del metro camino a la marcha para exigir justicia para Mara y vi a todas esas niñas, adolescentes, madres y entre ellos mi hija y yo, no pude evitar pensar en quién de nosotras será la siguiente.

Mientras una de ellas se maquillaba, otra le limpiaba las manos a su niñita de unos cuatro años que se había ensuciado de dulce; dos adolescentes, a mi lado, se reían de tonterías que les habían pasado en la escuela. Unas más hablaban de lo tarde que llegarían a la marcha, era cierto ya eran las 12:30 horas; mientras todas estaban tan vivas las miré con nostalgia, con esa triste y maldita seguridad de que en un par de semanas una de nosotras faltaría. Pero ¿quién?, ¿cómo evitarlo?

En un par de semanas la estaremos buscando con ese pinche hueco en el estómago, con esa pinche ilusión de que esté viva, pero con la maldita seguridad de lo que no nos atrevemos a pronunciar: que está muerta.

Escribo este texto con la pinche seguridad de que en alguna parte de este país, en el que reina la impunidad, una mujer está siendo asesinada para cumplir la espantosa cifra de siete feminicidios diarios.

Termino de escribir este texto con la pinche incertidumbre de que puedo ser la siguiente o mi hija o mis hermanas o mi madre o mi mejor amiga, las personas más importantes de mi vida. ¡Y no estoy lista para aceptarlo ni para vivirlo!

Nuestras hijas son nuestra vida. Nosotras las parimos y no estamos dispuestas a vivir sin ellas.

Y me dirigí a esa marcha con lo único que me queda, la esperanza de que alguien escuche nuestro reclamo, la esperanza de que las mujeres nos organicemos. Comparto este texto con la esperanza de que le sirva a alguna, de que sepan que ser mujer en este país es un acto de resistencia y nosotras las madres pasamos por este calvario. Porque juro que es un calvario, cada día de nuestras vidas.

Nuestras hijas son nuestra vida. Nosotras las parimos y no estamos dispuestas a vivir sin ellas. No estamos dispuestas a permitir que sean tratadas como basura. ¡No, no nuestros tesoros!

Y con toda la impotencia que todas sentimos y con la que gritamos la tarde de ayer en Reforma, escribo este texto a manera de un abrazo que puedo dar a la distancia a la madre de Mara, a la madre de Fátima, a la madre de Lesvy, a la madre de Mariana, a todas las madres que han tenido que aprender a vivir con el dolor que provoca el silencio de la habitación vacía de sus hijas.

¡Cuidémonos entre nosotras, porque nadie más lo hará! Ya nos demostraron que no lo harán.

Un abrazo para todas en la distancia.

* Este contenido representa la opinión del autor y no necesariamente la de HuffPost México.


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